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viernes, 25 de agosto de 2017

PRELUDIO No 6 Op. 28 DE CHOPIN: ANÁLISIS

Después de mucho tiempo vuelvo a Chopin y lo hago por varias razones, una de las cuales expondré ahora. Las otras, al final del texto.

El motivo principal de mi regreso es que Chopin se lo merece, porque es un gran compositor, aunque no todos lo han considerado (ni lo consideran) así. Pero esa es una historia para después.

Los preludios no son, tal vez, sus obras más apreciadas: brevedad, menor dificultad técnica, incluso la simplicidad estructural, los hacen poco aptos para el lucimiento de los instrumentistas (aunque muchos grandes pianistas los han grabado). Y yo me pregunto: ¿será más difícil tocar bien (digo musicalmente bien) una obra de bravura que una de las sonatas que valen la pena de Mozart o alguna de las de Scarlatti? El conflicto entre musicalidad y virtuosismo (exagerando un poco, entre arte y demostración circense) viene de muy atrás, por lo menos  desde la antigua Grecia. Ya Aristóteles, en el siglo IV a. C., se quejaba de la proliferación de ejecutantes que sustituían música por técnica. (Ojo: creo que ésta es necesaria, pero nunca puede ser un fin en sí misma.)

Opino que algunos de estos preludios son verdaderas joyas. Y la de la corona tal vez sea el que, muy probablemente, analizaré el mes próximo (sin despreciar).

  





Se trata de una forma continua, con una única parte. En cuanto a la división en compases es bastante regular[1], aunque algunas de esas divisiones, internamente, pueden resultar engañosas. Además, claro, del 6, que rompe la simetría periódica.

         8            +          6           +      4      +      4       +       4
2  +  2  +  4        2  +  2  +  2                                         2   +   2
      

La melodía está en la mano izquierda, lo que es muy poco común en la música occidental, en la que lo melódico está asociado con el registro agudo. (Chopin tiene un estudio, el Op. 25 No. 7, que también tiene la melodía en el grave.)

La mano derecha acompaña: un flujo constante de corcheas con notas repetidas y, al comienzo de cada pulso, negras que completan la armonía.

La primera frase está construida con el clásico 2 + 2 + 4. La estructura melódica de los tres segmentos es similar: sube muy rápidamente  por medio de un arpegio de cuatro semicorcheas que finaliza en una negra cada vez más aguda(o, si se quiere, menos grave) y desciende –más o menos hasta el punto en el que arrancó- con mucha mayor parsimonia. Los primeros cuatro compases están en la armonía de tónica y los primeros cinco son absolutamente diatónicos y no encontramos en ellos la sensible que, tratándose de un modo menor, tiene una alteración accidental. Esta se halla en varias ocasiones, junto a la tónica, en los cc. 6 a 8, en defensa del si menor.  Y aparece un cromatismo también contrastante con lo anterior. Esto culmina con el re- do# de ambas manos, dos notas que se han oído, juntas, varias veces en estos compases. ¿Y qué quiero escuchar inmediatamente después? Naturalmente, el si tónica.

Además, el último pulso del c. 6 y los cc. 7 y 8son el único lugar en el que se escucha la melodía en la mano derecha, una melodía que anuncia la que comienza en c. 15.

La segunda frase comienza idéntica a la primera, pero después cambia. En primer lugar, comprime los cuatro compases de tónica (¿para qué oírlo todo otra vez?) y a continuación, cuando llega a la armonía de Sol, convierte el VI grado de si menor en V de Do mayor, una tonalidad que está sólo un semitono encima de la principal. Es la napolitana, subdominante frigia del si menor. Como veremos, este intervalo juega un importante papel en el preludio. Continúa en esta frase el rápido ascenso por medio del arpegio de semicorcheas, pero en el último segmento  no hay descenso, sino que el arpegio, insistente, se repite.(La mayoría de los pianistas los toca con un matiz hacia el f que no está en el original, pero que a mi juicio se justifica.) La melodía  que se inicia en este momento, sí desciende. Y lo hace ahora con dos grupos de semicorcheas, lo que lo resalta más. La repetición del arpegio, la supresión del descenso en la melodía de la primera frase y su posterior presencia destacada no son casuales, están estrechamente relacionadas.

Esta melodía tiene una extensión de cuatro compases. Se repite con una importante diferencia: la primera vez finaliza en una cadencia rota y la segunda, en una auténtica,  un recurso utilizado muy frecuentemente, con el propósito de postergar la finalización. (Habría que agregar que en varias de las grabaciones a las que tengo acceso, el sol del bajo del c. 18 está tocado pianissimo, por lo que casi no se escucha en el último pulso del compás, de modo que adquiere mayor presencia el encadenamiento viiO – i de la mano derecha.)

Desde el final del c. 11 hasta el 14 inclusive y después, en los cc. 15, 16, 19 y 20, tiene una gran importancia melódica la nota mi, subdominante, así como en algunos de esos últimos compases, el acorde de do#, con la misma función. Son muy significativas, en ese sentido, las repeticiones del mi en los cc. 13 y 14 y también en los otros compases mencionados. La subdominante está ausente en los primeros compases del preludio.

Desde el c. 15 hasta el 21, las notas más agudas de m. d. son la# y si, sensible y tónica de la tonalidad principal. Esto no significa, claro, que los únicos acordes de este segmento  sean de función dominante y de tónica, pero sí que la tonalidad es siempre la de si menor. En realidad, todo el preludio está en esa tonalidad. El pasaje a Do mayor es sólo una tonización.

Pero hay otra cosa para señalar con respecto a estas notas. Hasta el c. 14 (con excepción de aquellos en que se escucha la melodía en la derecha) cada una de ellas (si, re, do) se repite constituyendo un “bloque” de varios compases. A partir del 15, en cambio, el la# y el si están en alternación permanente, a veces en forma sincopada, y con mayor presencia  de acordes disonantes y de notas no armónicas.

Hay elementos melódicos, alguno de la tonalidad y también el ritmo armónico que señalan diferencias entre los primeros 14 compases (excepto los cromáticos) y el resto (si se hace abstracción de los 4 últimos). Pero esas diferencias no determinan una articulación en dos partes.

Dije antes que el semitono desempeña un rol importante en el preludio. Veamos.

En los cc. 6 a 8 (e, incluso, desde el c. 5 en la melodía) se produce el mencionado cromatismo: muchísimos semitonos.  Las notas más agudas de la segunda frase de la primera parte son si y do, un semitono que presenta las dos tónicas de ese segmento. Siempre en la nota más aguda, desde el c. 15 también se oye un semitono (si-la#) que, como se señaló, se escuchará ininterrumpidamente hasta el c. 21. Y en el 22, cuando va a entrar en los últimos cuatro, sustituye  la# por la natural (un nuevo semitono entre los dos la). Casi continuamente, el medio tono nos está mostrando el camino que está siguiendo o que seguirá la música.

Y no está de más señalar la presencia de algo que a Chopin parece gustarle: las enarmonías. El mi-fa con que inicia en el c. 11 la ida a Do mayor está preparada, en el c. 8, con el mi-mi#. Y en los cc. 6 y 8 encontramos sol y sol#, y fa doble # y sol#, respectivamente.

Los últimos 4 compases vuelven a la melodía inicial, con la que se constituye una simetría, no sólo melódica, sino también en lo que se refiere a la armonía, al ritmo armónico y a la ausencia de sensible.

En el c. 22, después de siete compases en los que se oye la sensible la#, Chopin le quita la alteración y ¡le pone un acento!, indicando claramente que quiere destacar ese cambio. Deja en el oído un sorpresivo aroma modal.

Se trata de una pieza muy sencilla. Sin embargo, tiene una serie de decisiones composicionales –algunas de las cuales intenté mostrar- que evitan que esa simplicidad caiga en simpleza. Y cuando así sucede, para mí por lo menos, lo simple es una virtud.

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Chopin escribió casi exclusivamente para el piano. ¿Es esto una limitación? Pienso que sí, aunque no puedo definir en qué medida lo es.

 Opino que mucho más limitante es la fricción que se produce entre el compositor y  una parte de su público (incluyendo al que lo siguió admirando después de su muerte, incluso hasta hoy). Porque hay, para mí, al menos dos Chopin de distinta calidad. Y creo que se debe a que algunas obras representan (con mayor pureza) el sentir del compositor, mientras que otras reflejan (en cierta medida) el gusto frívolo de algunos sectores del auditorio.

Y Chopin no es el único en sufrir esta situación. Pensemos, por ejemplo, en Mozart. Muchas obras suyas muestran más el talante superficial de su público que el sello de su genio, si bien también hay que tener en cuenta el proceso de maduración del compositor (entre las obras de su último período es difícil encontrar música de baja calidad).

Pero incluso Beethoven, cuando ya el artista comienza a independizarse, y considerado el gran rebelde, escribió en 1813 (con el opus 91) nada menos que “La victoria de Wellington”, pieza indigerible pero muy famosa en su tiempo. Aunque parecería que él la despreciaba, sin embargo la escribió,  demostrando que el compositor no puede sustraerse totalmente a los requerimientos extramusicales del medio en el que opera.[2]

Hay otra crítica al polaco que nos ocupa, crítica para mí inadmisible. René Leibowitz, compositor también polaco, naturalizado francés (algo parecido a lo de Chopin), y también profesor y teórico, discípulo de Schonberg, afirmaba que era un aficionado, genial, sí, pero aficionado al fin. Y esta opinión estaba (¿está?) más o menos difundida. ¿Por qué? Me animo a aventurar una explicación.

Es bien conocida la rivalidad existente entre Francia y Alemania. Lo que para los primeros es su levedad, resulta carácter frívolo para los germanos. Lo que éstos consideran su profundidad, es un signo de pesadez para los galos. (Esto que digo es al menos lo que piensan los más radicales de los francófobos y germanófobos.) Y de ese modo se la han pasado, enzarzados en una guerra  tras otra, aunque ahora pareciera que se han reconciliado. Esperemos que así sea para siempre.

Asimismo, es sabido que, en materia musical, ha habido en Europa, un país o una región predominante en distintas épocas, y que ese “líder” ha ido cambiando. Francia, la región de los Países Bajos (mencionada con distintos nombres), Italia, Alemania se han ido sucediendo en ese lugar a lo largo de la historia. En el siglo XIX, primero Beethoven y Wagner después, ocupaban el Olimpo, sin discusión. Y, aunque en el XX (y en el XXI) la situación cambió, como la conciencia se modifica más lentamente que la realidad, la germanofilia musical siguió presente en muchos ámbitos.

Y Chopin fue (¿es?) víctima de ese proceso. La verdad es que él se constituyó en un actor bastante activo de esa lucha, por ejemplo cuando dijo algo así como que el problema de Beethoven era que había hecho de su trasero un absoluto. Pero no debemos caer  en el error romántico de identificar la obra con el autor: una obra magnífica puede ser hecha por alguien que no lo es, y viceversa. O sus opiniones pueden no estar de acuerdo con lo que compone.

Por todo lo anterior es por lo que, después de mucho tiempo, regresé a Chopin.




[1] Hace ya unos cuantos años me sorprendí al descubrir que los románticos son particularmente regulares en cuanto a la división en compases. Ellos, de quienes dicen que son los más libres, al menos hasta ese momento de la historia, permanecen, en general, dentro de la jaula métrica del 2, el 4 y el 8 y reservan la libertad para otros aspectos de su música.

[2] La verdad es que la actitud de Beethoven en estos años merecería un cuidadoso análisis que, naturalmente, no cabe en este espacio.

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